El 2 de julio de 1977, el Chevo Valdez y yo abordamos el tren de segunda, apodado El Burro, rumbo a la Ciudad de México. Llevábamos 500 pesos y la determinación de estudiar en la UNAM. El Edificio Chihuahua de Tlatelolco fue nuestra residencia por un año, pero una mañana, mientras dormíamos, el dueño llegó con equipo de soldadura para sellar la puerta del departamento, nos dio media hora para desalojar y fuimos a dar a los cuartos de la azotea.

Aunque la libertad era absoluta, pasamos por carencias extremas paliadas solamente por los métodos, no todos legales ni legítimos, que ingeniábamos para sobrevivir.

Como era verano, todos mis compañeros se fueron a Vícam y yo me quedé solo, mirando para todos lados, sin un cinco para comer. Estaba pensando en mis limitadas opciones cuando de pronto veo frente a mí, como una aparición, a mi compadre Rodrigo Gómez. Como todavía no era mi compadre, me dijo: ¡Quiúbole, Cabrón!

Lo ha de haber traído la Divina Providencia –pensé sin el más mínimo respeto a mi formación marxista. El hambre es el afloja todo de las ideologías, y más si, al borde de la inanición, llega un personaje solidario y con dinero, cuya presencia era el augurio de una francachela prolongada disfrutando al máximo el lujo inmenso de comer tres veces al día.

¡Arcabuz! –le dije con un hilito de voz. Nos dimos un abrazo pletórico de emoción y nos fuimos a comer…

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